
Montevideo, 2003.
Acaba de sonar el celular, el puto celular capaz de despertarme todas las mañanas y también por las noches. Algunas veces me pregunto ¿para qué uso el celular? La respuesta es sencilla, para que me despierte, pero no a las 4 de la mañana.
8:40 A.M. El celular de mierda no sonó cuando tenía que sonar. Ahora llego tarde al trabajo por culpa de este aparato de porquería, ¿por qué no se seguirán usando los despertadores viejos a cuerda que no fallaban nunca? Simplemente se les terminaba la cuerda y no sonaban, o adelantan y te llaman a las 4 de la mañana, no lo sé.
Después de putear al gato que no dejaba de ronronear entre mis piernas mientras corría apurado desde la puerta del dormitorio, pasando por la cocina y tirándome contra el placard que tengo en el living, (en mi cuarto no entra nada más que mi cama), logré vestirme y bajar las escaleras, la limpiadora pasaba el trapo de piso húmedo, y yo casi caigo al suelo de cabeza ni bien puse un pie fuera del apartamento.
Algo me decía que esto no iba a terminar bien.
Logré controlar mi cuerpo para no caer al suelo, sentí un odio tan grande por la limpiadora que simplemente hacía su trabajo que pensé en putearla más que al gato, dije “buenos días” con la expresión de calentura más sincera que se podía tener a esa altura de la jornada. ¿Qué altura de la jornada era? 9:10 A.M. Se había hecho evidente que no llegaría en hora a trabajar pero, no por eso debía llegar más tarde de lo que correspondía a un pequeño retraso.
Al salir por la reja de casa hacia la calle, descubrí al cuidacoches escondiendo un ladrillo de marihuana contra la ventana de la casa de al lado.
– Hola Luis – dije.
– ¡Buen día loquito! – respondió con amabilidad y cara de «yo no fui».
Doblé la esquina y sentí que era otra persona, estaba más tranquilo, podía respirar y sentir el cálido humo de porquería que lanzaban todos los ómnibus interdepartamentales. Claro, había tomado la calle Paysandú y solo allí pasan todos los tipos de ómnibus, viejos, nuevos, sanos y destrozados. Todos por la calle que me llevaba hasta mi trabajo. Mientras avanzaba pude sentir una breve brisa fresca, similar a las que uno disfruta en la infancia cuando sale de paseo con los abuelos. En ese instante, eterno para el alma y noble para el corazón me putearon de arriba abajo, no me dí cuenta que la brisa me alcanzó en la mitad de la calle y una camioneta que venía con un flete llena de muebles y un colchón mal atado sobre su techo, estaba por caer sobre mí a causa de la frenada repentina, el chofer, un gordo con pinta de repostero de unos 50 y tantos años, dueño de una desprolijidad digna de ser fotografiada para evaluar los antecedentes de si alguien puede caer en semejante estado de abandono, me dijo desde que era “un pelotudo” hasta cosas que me avergonzaría escribir, me limité a mandarlo al carajo, nadie se ofendería por tan poco.
Retomé el camino, retomando la brisa, retomando la calma.
Descubro un árbol con un letrero casero que dice “Prof. de Literatura. 506 79 11”, debería consultar, pienso. Siento la necesidad de volver a estudiar mientras camino hacia mi trabajo.
Repentinamente comprendí el misterio. Soy un infeliz.
El camino a mi trabajo no era largo pero parecía ser una jornada destinada a encontrar nuevas cosas, mientras “la vida”, me impedía llegar a cumplir con mis obligaciones. Trabajar, estudiar, pagar deudas o, en el peor de los casos, endeudarme, hoy en día ésta es “una obligación”.
Con estos pensamientos en mi mente me acerqué a la parte más densa del recorrido, desde Paysandú y Libertador hasta Colonia y Libertador. Digo «más densa» ya que es una especie de repecho interminable. Comenzó a llover, el viento a soplar y el ascenso del monte Avda. del Libertador era cada vez más duro, los estudiantes se cubrían con sus mochilas y las señoras con las bolsas, su preocupación: el pelo.
Trataba de apurarme y el olor a humedad iba en aumento. Un ómnibus pasó rápido y me mojó hasta las rodillas, lo observé mientras se alejaba.
Al llegar a Colonia y Río Branco comencé el último ascenso hacia 18 de Julio, no debía llegar hasta allí, la oficina queda un poco antes, pero mi viaje se vio interrumpido ante semejante sorpresa, de un momento a otro, la lluvia, el cansancio, la hora, la infelicidad, el ómnibus que me había mojado, todo eso dejó de importar.
La camioneta del fletero estaba parada en la puerta de mi trabajo.
Volví caminando a casa, sonriente, con ganas de mojarme más. Llamé y expliqué que había pasado por muchas dificultades. Me tomé el día para pensar y replantearme lo que viví. Después de eso, empecé a escribir.
