
La familia llegó temprano. Se veían distintos, de una forma especial, como casi casi nunca los había visto, unidos, sonrientes, sin conflictos. Esa noche todo parecía anormal. El aroma que llegaba de la cocina era un placer, podía reconocer el clásico pollo al horno, poco después, pasaron frente a mí las ensaladas que danzaban entre las manos de mis tías y mi abuela hasta reposar sobre la mesa.
Repentinamente algo cambió, el perfecto ambiente en que vivíamos se esfumó. Las explosiones nos aturdieron, instintivamente me escondí bajo la mesa pero dudé de haber tomado la decisión correcta, la perra, que había tomado exactamente la misma decisión que yo, me observaba con una expresión temerosa, invitándome a protegerla, le dí un abrazo y sentí que el hogar se venía abajo. Los gritos se tornaron ensordecedores, un zumbido proveniente de mis oídos me desequilibró, la perra se apoyaba fuertemente contra mi cuerpo y las piernas de mi familia pasaban rápidamente de un lado al otro de la mesa, cuanto más rápido se desplazaban, más aumentaba mi horror, quería gritarles que se protegieran, que salieran del camino, las lágrimas recorrieron mi rostro, de repente, comencé a sentir que gritaban mi nombre pero, estaba tan aterrado que no podía moverme o pronunciar palabra alguna.
Desde abajo de la mesa lograba ver el reflejo de todo lo que sucedía en la casa por medio de los vidrios que daban al patio, allí las explosiones de la calle tomaban cada vez más intensidad, no solo era el sonido, sino también el brillo de cada ráfaga que volvía realidad mis peores pesadillas, por un momento quise aferrarme al buen momento que estaba pasando minutos atrás, al encanto de la familia unida, en ese instante noté que el olor a pollo había desaparecido y la pólvora ganaba todos los rincones del hogar.
Sentí temor, pánico, horror y cuando cobré conciencia de esas emociones, todo se resumió en un gran deseo de morir. En ese instante decidí que no podía seguir bajo la mesa, tenía que hacer algo, era el momento de descubrir el misterio, saber quién nos atacaba y principalmente, por qué lo hacía. Desde mi refugio bajo la mesa, besé a mi cachorra y me lancé corriendo a toda velocidad, cometí el error de mirar hacia atrás, esperando a que la perra me acompañara en lo que podía ser mi última gran aventura, pero ella me observaba con ojos aún más temerosos, aullando mientras me veía alejarme de lo que había sido nuestro bunker.
Con cada paso que daba, volvía a escuchar los sonidos retumbar en el firmamento, los vidrios vibraban pero aún estaban allí, soportando cada uno de los embates, la casa, prácticamente a oscuras, se volvía de distintos colores por breves instantes gracias al reflejo de lo que sucedía afuera. En mi camino hacia lo que sería una batalla final, fui tomado por las axilas y esa fuerza me levantó en el aire como si las leyes de la gravedad hubiesen perdido vigencia repentinamente. Lancé golpes al aire gritando “¡Soltá, dejame ir, no me toques!”, el menor de mis tíos reía a carcajadas, mientras me llevaba hasta su hombro y me ponía colgando con la cabeza hacía atrás, yo temblaba en sus brazos.
La puerta del apartamento estaba abierta y daba a un corredor oscuro y eterno, todo lo que veía eran sombras que se movían, siluetas frías que avanzaban como zombies en un mismo sentido, ellas iban a la calle, nosotros simplemente las seguimos paso a paso, sin molestarlas y sin que notaran nuestra presencia. En ese momento dejé de gritar, entendí que mi tío y yo caminábamos hacia nuestro destino. No podía parar de temblar, sentía frío mientras mis manos sudaban, las voces de todos los que allí se encontraban eran cada vez más lentas y graves como sonaban las viejas cintas de cassette cuando las pilas del walkman se agotaban, bajamos las pequeñas escaleras que nos separaban de la puerta de calle, algunos vecinos estaban allí, todos miraban hacia arriba, entre gritos y abrazos comenzaba a confundir a mi familia con los vecinos del barrio.
Una explosión muy cercana causó un gran estremecimiento y mi tío me dejó en el suelo, mis ojos, llenos de lágrimas, solo llevaban un pensamiento a mi mente, quería huir, la guerra estaba entre nosotros, gritos, llantos, explosiones.
Era el fin del mundo que yo conocía.
En ese momento se acercó Alberto Lahore, el vecino del primer piso.
—¡Feliz Navidad! — dijo. Mientras mi tío traía una bengala encendida para mí, comencé a llorar.
FIN