El clásico de la vida

descolgala

Para mi abuelo Cacho

La historia tiene lugar en una de las tantas canchas de fútbol que existen  por el Río de la Plata.

Este dato no es menor, simplemente aporta una leve idea de las ideologías que rodean el episodio, ya que como sabemos, para cancha de éste popular deporte, en cualquier parte del mundo son suficientes:

  1. A)   2 piedras para cumplir la función de palos.
  2. B)   Imaginación y nunca un verdadero consenso para delimitar la altura del palo horizontal (travesaño) por el cual se formaran grandes debates del  tipo:

– Ahí no llego ni loco.

– Jodete por enano.

  1. C) Este punto no es un requisito obligatorio pero aporta a la dinámica y hasta a la misma continuidad del evento deportivo, por eso es recomendable tener algún tipo de pared, portón o red con el fin de que en caso de superar de un pelotazo al guarda meta de turno (estamos al tanto de la existencia del formato en el que a cada gol se rota al mismo), el elemento pateado o cabeceado se detenga en la red, portón o pared y así evitar que termine bajo las ruedas de un elemento del transporte público o bien, en la ventana de una vieja pincha (lea bien, dice Pincha, con P) pincha pelotas.
  2. D) Cumplidas los anteriores requerimientos de forma más o menos decorosa, consiga gente.

Una vez finalizadas las aclaraciones, sigamos adelante con el relato.

Durante el desarrollo de un importantísimo enfrentamiento algo así como la final de la copa del mundo pero a escala, bien podría ser un picadito de esos que juegan obreros de la construcción mientras el asado se prepara.

Los dioses del deporte habían determinado que el gol de visitante valía doble, por eso se jugaban partidos de ida y vuelta muchas veces el mismo día y comenzando el segundo juego a los 10 minutos de finalizado el anterior.

Un día se determinó que alguien debía vencer definitivamente y convertirse así en el campeón del mundo,  del barrio, del pueblo o del grupo de mozos (conocidos como “los arrastra sillas”) contra el gremio de cocineros (más representados por el nombre “los lava plato”).

El singular enfrentamiento llegaba a su fin con un frustrante empate a cero, los hinchas locales se ponían como locos.

Faltando algunos minutos para llegar al final del encuentro se dió la situación tan esperada por tantos y tan temida por otros.

Uno de los atacantes de los arrastra silla envía el centro largo para que su compañero escape por la punta. Recibe, domina y avanza hacía el arco, elude a uno, dos, tres defensores, se encuentra frente a frente con el arquero rival.

(Pausa dramática)

El guardameta lava plato tembló en su interior, pero sabía que no podía dudar un instante más o sus chances habrían desaparecido.

El atacante sin embargo tenía muy claro que cuanto más esperara para ejecutar más incomodaba al rival y su arte era el de contemplar para que lado se “jugaba” éste y así convertir en el palo contrario.

La gente se puso de pie, los otros jugadores se congelaron boquiabiertos, observando como aquella jugada parecía no resolverse más.

Un niño que miraba junto a su padre desde una tribuna muy parecida a una silla playera, alcanzó a gritar “¡¡¡Nos clavan comuaun zapato!!!”

El gran goalkeeper decidió tirarse con los dos pies al pecho del centro-forward, los ojos del atacante se salieron de sus órbitas, jamás había pensado que algo así podía suceder. No tuvo más que mover su pie izquierdo. El último defensor volaba por los aires rumbo a su pecho, conocedor de que luego del impacto la expulsión estaba asegurada.

Con la zurda, aquel protagonista del momento empujó la bola casi acariciándola, levantándola y dirigiéndola justo al ángulo donde quedaría viviendo junto a las arañas. El goleador levanto sus brazos dispuesto a recibir el impacto con los dientes apretados, sabedor de que el gol ya era parte de la estadística.

Para que contarles más, si solo la humillación llegó tan alto aquel día, el delantero pudo tirarse al suelo con una especie de efecto matrix y el arquero pasó de largo.

Mientras el festejo de gol dominaba el terreno de juego y los otros compañeros del equipo arrastra silla imitaban el gesto que hizo Cacho para esquivar la patada doble, los lava plato no hacían más que agachar la cabeza y tragarse el enojo.

Pero en el fondo, una escena que casi nadie pudo captar sucedía a espaldas de toda la alegría y la tristeza que se diferenciaba solo por la pertenencia a un equipo u otro.

Luego de recibido el gol, el arquero quedó tendido en el suelo, con los ojos mirando al cielo, maldiciendo, buscando una explicación. La humillación lo dominó y sacó un cuchillo de sus calzones, cuando se dispuso a cortar sus venas, un fotógrafo que bien podía ser un viejo loco que observaba el juego desde atrás del arco se acercó con un tono muy dulce y comprensivo, propio de la experiencia de los sinsabores de la vida y ya superado por tanta idiotez en torno al deporte,  susurró en su oído: “Flaco, flaco…descolgala que estaba en orrsai”

Aquel

sombra-alargada1

El médico escribe, inmutable, se queja de la lapicera que su compañera acaba de prestarle.

– No tiene tinta – dice.

– No puede ser, tiene 2 días – Responde en tono de desaprobación.

– Entonces no me gusta como escribe – dice él, como un niño caprichoso.

El médico escribe mientras observo físicamente anestesiado, como se mueve la sabana al ritmo de los temblores del paciente. Tiemblan las piernas, es una leve epilepsia controlada con medicación, el médico, a menos de un metro se quejaba de la lapicera y ahora escribe conforme.  Nada lo moviliza, ni los temblores, sabe que ya no hay nada que hacer pero, no se le escapa ni un dejo de pena o al menos compasión. Nada lo moviliza y en la camilla, a menos de un metro, el movimiento involuntario del paciente no lo sorprende.

El hombre de la camilla ya no es “aquel”. Era fuerte, alegre y con una inteligencia que le permitía completar cualquier crucigrama sin mayor esfuerzo, así como podría estafar a la banca en cualquier juego que se propusiera.

“Aquel” siempre fue hincha de Atenas, de aquella barra vieja que se peleaba mano a mano al final de cada partido y que no se le ocurría nunca usar puntas ni cortes.

– Los guachos están muy zarpados – me había dicho una vez.

“Aquel” adoró siempre a Peñarol, entrar a su cuarto (aún cuando cumplió 60 pirulos) era una clara muestra de su devoción a los colores del aurinegro. 20 años atrás no faltaba a ningún partido, además, no iba solo, llevaba a su hija.

“Aquel” cayó en cana alguna vez. – Estaba salado – Había comentado un viejo compañero de militancia cuando hacía menos de un año que nos conocimos. Afiliado al partido socialista luchó contra la dictadura mientras trabajaba en el diario “El Día”.

“Aquel” no dejaba pasar una mujer sin piropearla, sin faltar el respeto encontraba la forma de que todas las mujeres se divirtieran y más de una se dejaba atrapar por sus trampas. – Es como muy hombre, hasta el bigote le queda bien, y eso que no me gusta el hombre con bigote. – Dijo mi abuela una vez para mi sorpresa.

“Aquel” se teñía, no solo el pelo, al cual le dejaba algunas canas a la vista para disimular. También se teñía el bigote y los pelos del pecho. Verlo con toda la tinta en el pecho y la que caía por su panza no dejaba de ser un show increíble.

“Aquel” amaba a su hija y a su vieja, el tango era su música, pero “la sinfónica” (Borinquen), era su perdición, no podía parar de bailar y disfrutar. Sin dudas había realizado una obra de arte con su hija, inteligente, activa, apasionada, fuerte y sin los temores o problemas que pueden tener las mujeres a la hora de “ir a la cancha” a ver el deporte que sea.

A “aquel” le encantaba la comparsa, tenía de donde, había pasado su infancia y adolescencia cerca “del Atenas”. En el teatro de verano decía – Me voy a ver de cerca las plumitas – y bajaba al pedregullo a saludar a la vedette. Pudo ver a su hija en una comparsa, en el desfile de carnaval, en el de llamadas y en el espectáculo en el teatro de verano. Ese fue uno de los días donde más feliz lo vi.

“Aquel” me pidió que le hiciera un mail y que le enseñara a usarlo. “El igualito” era la dirección de correo que quería, me contó que era su sobrenombre de botija aunque, nunca tuve claro el por qué.

A “aquel” le encantaba tomarse “un amarillo” conmigo y me bautizó como “el poeta”, poco después de conocernos. Fue fundamental su apoyo para que yo publicara en un libro algunos de mis relatos y el poema de Delmira Agustini y el Sr. Ugarte.

“Aquel” había amado a su mujer pero nunca supo ser fiel, tenía sus argumentos pero prefiero guardarlos en mi mente, “sapito” era el sobrenombre que le había puesto a ella.

“Aquel” fue fundamental en mi decisión de meterme en el mundo del Basket. – Hay que hacer realidad los sueños mientras estas vivo, después no se puede, si el problema es la guita, ya va a aparecer.” Me dijo el último día de inscripciones para el curso.

“Aquel” tenía 4 bypass y era un agradecido del Dr. Vega, cada tanto iba a chequearse. Un día me encaró a solas. Parece que tengo la porquería – Dijo con naturalidad y algo de resignación. En ese momento entendí que lo sabía desde hacía mucho pero que recién podía contarlo.  – No hay nada que hacer, así que voy a aprovechar lo más que pueda lo que me quede y después ya está. –

– Alguna vuelta le vamos a encontrar – Respondí esperanzado.

Poco tiempo después lo internaron, comenzaron los tratamientos y las idas al hospital. Un par de noches, un par de semanas, un par de meses. En determinado momento empezamos a acompañarlo a las consultas contra su voluntad, descubrimos que nos mentía porque varias veces terminaba contradiciendo lo que “le habían dicho” antes.

Allí supimos que había una posibilidad, podían operarlo y extraer el músculo dañado, el problema era que no podía volver a tener relaciones sexuales, por esta razón nos dijo que no había nada que hacer, no estaba dispuesto a resignar su hombría para vivir sin ella.

 

El médico escribe inmutable, se queja de la lapicera que su compañera acaba de prestarle.

– No tiene tinta. –

– No puede ser, tiene 2 días. –

– Entonces no me gusta como escribe. –

El médico escribe mientras el paciente no para de temblar.

“El igualito” hoy está atado a la camilla, me preguntó por la hora del partido, por la vieja, por el caballo que vió dentro de la sala, me ofreció un anillo imaginario para que yo hiciera el ritual, se quiere sentar, se quiere parar, quiere una tijera para cortar todo e irse a la casa. Dejó de tomar las pastillas y simplemente las escupe. Atendió un celular que no tenía y hablo con la vieja un rato. Me pidió “naranjita” para tomar y se alegró de verme después de 6 días.

Yo no pude parar de llorar, “aquel”, “El igualito”, “Carlitos” por pocos momentos tiene lucidez y es aquel que conozco o que conocí. Mientras, anestesiado físicamente, a su lado, en una incómoda silla de la emergencia del hospital, sigo viendo a un hombre sufrir y a su médico encaprichado con una lapicera.

El médico escribe inmutable, se queja de la lapicera que su compañera acaba de prestarle.

– No tiene tinta. –

– No puede ser, tiene 2 días. –

– Entonces no me gusta como escribe… –

 

Un minuto de la vida

Observo cómo lentamente comienza a evaporarse el agua por el pico de la caldera. ¿La caldera tiene un pico? ¿Está bien llamado? – me pregunto. – 

Intento controlar mi ansiedad y recuerdo que la yerba simplemente está reposando en el mate, aún no empecé a hincharla. Tomo el mate y lo acerco al fino hilo de agua fría que comienza a salir de la canilla. 

Disfruto con tan solo mirar la yerba mojarse y llenar la parte inferior del mate, me da la sensación de que ya está lavado.

La montañita” conserva su firmeza gracias a mi cuidado,  mientras el fino hilo de agua continúa llenando el mate, luego de que la yerba lo absorbiera en su primer interacción, lo muevo de izquierda a derecha, luego hacia atrás, buscando que la humedad se distribuya de la forma más homogénea posible.

La caldera comienza a silbar y eso me recuerda que simplemente deseo tener una caldera que no emita sonidos, no los soporto. Las calderas son para calentar agua, no para evitar que las personas se olviden de ellas.

Finalmente todo se convirtió en silencio cuando mi mano derecha cerró la llave y apagó la hornalla. Tomo la caldera y me quemo,  – ¡Maldita caldera chifladora! – pensé, mientras recogía un repasador que colgaba de la puerta del horno. Ya con el trapo en la mano, vertí el líquido dentro del termo, observé la fusión de oxígeno e hidrógeno en diferentes estados. 

Tras cerrar el termo, las primeras gotas de agua caliente llegan a la yerba y ésta comienza a emanar su aroma tan característico y amargo. 

Como último paso de este ritual, tomo la bombilla y coloco mi dedo pulgar en su “boca”, le ayudo a penetrar esa mezcla de yerba y agua disfrutando del desplazamiento de los líquidos.

Acerco la bombilla a mis labios y comienzo a aspirar, llegan las primeras sensaciones. – ¡¡Está asqueroso!! – pienso. Pero sé, que en cuestión de minutos, al cebar el tercer mate, la temperatura estará acorde a mi deseo,  la yerba tendrá un sabor perfecto, y mi lengua, estará quemada.

 

Alejandro Barrios

Una noche cualquiera

La idea de volver caminando tomaba forma en mi mente, esperaba poco más de 40 minutos y el ómnibus que unía las dos ciudades, en la que trabajaba y en la que vivía aún no pasaba por el lugar señalado. La distancia de 10 kilómetros no parecía algo imposible pero luego de trabajar toda la jornada mis piernas querían descansar cómodamente en el fondo del coche y terminar el suplicio de la helada nocturna en la carretera.

Si éste fuera un relato de otra época probablemente estaría sumido en la aventura, lamentablemente, en el siglo XXI perdemos esa oportunidad gracias a la existencia de los teléfonos celulares. Antes de emprender el viaje a pie, llamar a mi casa era la opción más razonable, me vendrían a buscar y en menos de 30 minutos estaría disfrutando de la ducha caliente.

Comencé a avanzar por la avenida con dirección a la ruta, tomé el celular y llamé a casa, una vez, dos veces, “X” veces.

Increíblemente el celular sonaba pero nadie respondía del otro lado, sentí que era víctima de la ansiedad, pensé que en unos minutos me iban a llamar, que seguramente mi compañera estaba en la ducha, en unos instantes saldría y me llamaría para preguntarme si había pasado algo.

– ¡Hola! Te comunicaste con….

-¡Con la puta que te parió me voy a comunicar!

La ruta se hacía cercana y la oscuridad reinaba, la batería de mi teléfono estaba en 37%, sabía que era suficiente para lograr contactarme y solucionar la problemática, pero con cada paso que daba sentía que no valía la pena y que lo mejor era seguir a pie, caminar, caminar, caminar.

Al cabo de 15 minutos ya no sentía frío en ninguna parte de mi cuerpo, por el contrario, la ropa comenzaba a molestar y el sudor intentaba templarme. Pasó un auto y disminuyó su velocidad cuando notó mi presencia, poco después volvió a acelerar y seguí caminando.

En cierto punto noté que estaba más cerca de lo que pensaba, ya no quería mirar la hora, ya no quería llamar, la batería del celular estaba por agotarse ya que hacía mucho tiempo que venía utilizando la linterna del mismo. Una vez más un auto pasó cerca, esta vez detuvo su marcha metros después de pasarme, me detuve y giré, supuse que podía ser algún conocido o alguien que necesitara mi ayuda. Una pareja bajó del coche y comenzó a caminar hacia el lugar donde yo estaba, la oscuridad de la noche no permitía ver sus rostros, pero las siluetas de sus cuerpos dejaban ver que era una pareja joven, muy joven. Entraron por un camino vecinal como si jamás hubiesen notado mi presencia, giré para seguir avanzando rumbo a casa y simplemente volví a caminar.

Al cabo de una hora más llegué al pueblo pero mi casa aún estaba a 2 kilómetros. Caminé un poco más y encontré que en el tramo final de mi recorrido no había luz. Las casas totalmente oscuras y los perros nerviosos ladraban con cada uno de mis movimientos. El frío que había desaparecido mucho tiempo atrás volvió a hacerse presente en la medida que me hundía en las zonas bajas, los árboles se movían al compás del viento y el temor recorría mi espalda.

A tan solo 2 cuadras de llegar escuché que se acercaba de entre los pastizales hacía mi,

– ¡No es nada! – Pensé, mientras se abría un agujero entre los yuyos y la arbolada. Un enorme perro estaba a tan solo un metro ladrando y tirando mordiscos al aire, en realidad eran para mí, pero un collar lo sujetaba y eso me había salvado de semejante ataque canino. Volví a mi recorrido intentando serenarme.

Pude entrar a casa en penumbras, todo estaba apagado y mis nervios cotizaban en alza, sentía que el corazón iba a explotar, abrí la puerta del cuarto y allí estaba ella, tranquila, leyendo a la luz de una vela.

– Se cortó la luz hace rato. Demoraste mucho en llegar, ¿pasó algo? – Dijo mirándome por encima de sus lentes

– Llamé varias veces, no pasó el ómnibus y quería ver si me ibas a buscar. ¿No tenés el celular? – Respondí en tono de reproche.

– ¡Me hiciste acordar! Lo dejé en la mochila, debe estar en silencio porque no lo saqué desde la última clase que dí hoy. – Respondió.

– Tranquila, ya llegué, ¿quedó agua caliente? Quiero bañarme porque vine caminando y fue un viaje complicado.

– Debe alcanzar para una ducha rápida.

– No te preocupes, solo con sacarme el sudor va a ser suficiente, voy a ducharme, comer algo y después me quedo en la cocina, con la tensión que tengo seguro que no duermo hasta tarde.

Cerré la puerta, tomé la ducha tan rápido como pude y me senté en la cocina a observar cómo se terminaba la aventura de la noche. Esa madrugada reflexioné sobre cómo será la vida cuando volvamos al lugar salvaje donde pertenecemos, indefensos y con el instinto domado, vulnerables ante cualquier amenaza, e incapaces de comunicarnos cara a cara.

Los Reyes Vagos

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Montevideo, 2004.

Cuando era pequeño me hicieron creer que la aventura de los reyes magos duraba solo un día. De grande comprendí que eso era mentira ya que no me daban los números ni siquiera tomando en cuenta los husos horarios. ¿Cómo hacían los 3 fenómenos estos para estar en China y en América del Sur? Solo me quedo descubrir la triste realidad.

China no cree en los Reyes.

Tiempo después, ya tenía unos siete años de edad. Me sucedió lo que tarde o temprano le sucede a todos los niños del mundo. Me desilusioné. Claro, yo había crecido con la imagen de los reyes como unos tipos piola, que llegaban y te dejaban unos regalos en los championes (¡Minga! les iba a dejar los zapatos, mirá si llovía durante la noche), y que lo único que pedían por soportar el olor a pata (siempre eran los championes que uno más quería, por tanto los mismos que te acompañaban todo el día y terminaban en cada partido de fútbol de la escuela, de la esquina con amigos y de repente en el pasillo del edificio en donde vivíamos), era un poco de pasto y agua (para los camellos), ¡¡¡ojo!!! ¡¡¡LOS CAMELLOS!!! Seguro que los señores no tomaban agua o se armaban vaya a saber qué con el pastito que uno cortaba amablemente pensando en los pobres animalitos cargados de bolsas de regalos, con espadas láser, muñecas, pelotas de todos los tipos de deportes, computadoras, bicicletas, BICICLEEEETAAASSS!! ¿A quién alguna vez no le trajeron una bicicleta los reyes? Era el clásico regalo del 6 de enero, parecía que uno era tan nabo que pedía siempre la bicicleta, pero bueno, ya pasó.

La cuestión es que, estos sujetos y ni hablar de los camellos que bajaban la cabeza a nivel del piso para tomar el agua y comer el pasto, seguían soportando año a año el olor a pata de cada par de championes. Recuerdo el año en que decidí experimentar para saber cómo ellos evaluaban lo que era portarse bien. Yo suponía que una forma de saber si uno cometía muchas travesuras era si tenía demasiado aroma en el calzado que dejaba. Entonces, a raíz de esto, el Rey que correspondía (o en la clase alta los 3 Reyes), dejaba los regalos que se adaptan a las necesidades del sujeto en cuestión, «Yo». Para esto, conté con la complicidad de mi abuelo (un viejo piola y delirante) y durante la noche, luego de que todos se acostaran, él llegaría como todas las madrugadas, (trabajaba en un restaurant) y cambiaría los championes viejos y sudados por los nuevos que me había regalado «Papá Noel».

A la mañana siguiente descubrí la triste realidad, aquello que no podía saber, lo más negro, nefasto y doloroso, el secreto más oscuro que mi familia pudo haber guardado durante años. Todo porque los championes nunca fueron cambiados. 

El viejo delirante, estaba desempleado. 

Camino al trabajo

camino al trabajo
Montevideo, 2003.
Acaba de sonar el celular, el puto celular capaz de despertarme todas las mañanas y también por las noches. Algunas veces me pregunto ¿para qué uso el celular? La respuesta es sencilla, para que me despierte, pero no a las 4 de la mañana.
8:40 A.M.  El celular de mierda no sonó cuando tenía que sonar. Ahora llego tarde al trabajo por culpa de este aparato de porquería, ¿por qué no se seguirán usando los despertadores viejos a cuerda que no fallaban nunca? Simplemente se les terminaba la cuerda y no sonaban, o adelantan y te llaman a las 4 de la mañana, no lo sé.
Después de putear al gato que no dejaba de ronronear entre mis piernas mientras corría apurado desde la puerta del dormitorio, pasando por la cocina y tirándome contra el placard que tengo en el living, (en mi cuarto no entra nada más que mi cama), logré vestirme y bajar las escaleras, la limpiadora pasaba el trapo de piso húmedo, y yo casi caigo al suelo de cabeza ni bien puse un pie fuera del apartamento.
Algo me decía que esto no iba a terminar bien.
Logré controlar mi cuerpo para no caer al suelo, sentí un odio tan grande por la limpiadora que simplemente hacía su trabajo que pensé en putearla más que al gato, dije “buenos días” con la expresión de calentura más sincera que se podía tener a esa altura de la jornada. ¿Qué altura de la jornada era?  9:10 A.M. Se había hecho evidente que no llegaría en hora a trabajar pero, no por eso debía llegar más tarde de lo que correspondía a un pequeño retraso.
Al salir por la reja de casa hacia la calle, descubrí al cuidacoches escondiendo un ladrillo de marihuana contra la ventana de la casa de al lado.
– Hola Luis – dije.
– ¡Buen día loquito! – respondió con amabilidad y cara de «yo no fui».
Doblé la esquina y sentí que era otra persona, estaba más tranquilo, podía respirar y sentir el cálido humo de porquería que lanzaban todos los ómnibus interdepartamentales. Claro, había tomado la calle Paysandú y solo allí pasan todos los tipos de ómnibus, viejos, nuevos, sanos y destrozados. Todos por la calle que me llevaba hasta mi trabajo. Mientras avanzaba pude sentir una breve brisa fresca, similar a las que uno disfruta en la infancia cuando sale de paseo con los abuelos. En ese instante, eterno para el alma y noble para el corazón me putearon de arriba abajo, no me dí cuenta que la brisa me alcanzó en la mitad de la calle y una camioneta que venía con un flete llena de muebles y un colchón mal atado sobre su techo, estaba por caer sobre mí a causa de la frenada repentina, el chofer, un gordo con pinta de repostero de unos 50 y tantos años, dueño de una desprolijidad digna de ser fotografiada para evaluar los antecedentes de si alguien puede caer en semejante estado de abandono, me dijo desde que era “un pelotudo” hasta cosas que me avergonzaría escribir, me limité a mandarlo al carajo, nadie se ofendería por tan poco.
Retomé el camino, retomando la brisa, retomando la calma.
Descubro un árbol con un letrero casero que dice “Prof. de Literatura.  506 79 11”, debería consultar, pienso. Siento la necesidad de volver a estudiar mientras camino hacia mi trabajo.
Repentinamente comprendí el misterio. Soy un infeliz.
El camino a mi trabajo no era largo pero parecía ser una jornada destinada a encontrar nuevas cosas, mientras “la vida”, me impedía llegar a cumplir con mis obligaciones. Trabajar, estudiar, pagar deudas o, en el peor de los casos, endeudarme, hoy en día ésta es “una obligación”.
Con estos pensamientos en mi mente me acerqué a la parte más densa del recorrido, desde Paysandú y Libertador hasta Colonia y Libertador. Digo «más densa» ya que es una especie de repecho interminable. Comenzó a llover, el viento a soplar y el ascenso del monte Avda. del Libertador era cada vez más duro, los estudiantes se cubrían con sus mochilas y las señoras con las bolsas, su preocupación: el pelo.
Trataba de apurarme y el olor a humedad iba en aumento. Un ómnibus pasó rápido y me mojó hasta las rodillas, lo observé mientras se alejaba.
Al llegar a Colonia y Río Branco comencé el último ascenso hacia 18 de Julio, no debía llegar hasta allí, la oficina queda un poco antes, pero mi viaje se vio interrumpido ante semejante sorpresa, de un momento a otro, la lluvia, el cansancio, la hora, la infelicidad, el ómnibus que me había mojado, todo eso dejó de importar.
La camioneta del fletero estaba parada en la puerta de mi trabajo.
Volví caminando a casa, sonriente, con ganas de mojarme más. Llamé y expliqué que había pasado por muchas dificultades. Me tomé el día para pensar y replantearme lo que viví. Después de eso, empecé a escribir.

De tiempos y humedades

Claro, parece que es ahora, llegó el momento de tomar las riendas y ser la voz de una generación. Es que el tiempo se va filtrando como el agua de lluvia en esos techos viejos de membranas asfalticas resquebrajadas, que aún resisten de pie en algunos barrios de montevideo. Pasa tan rápido, cuando mirás para atrás estabas ahí, escuchando lo que tenían para decir “los que saben”, hoy te levantas y  vas a algún lugar, donde intercambiar algo, silencios, espacios, miradas, y casi sin darte cuenta, sos vos el que habla y los demás quieren escuchar. Maravillosamente pasaste la línea de cal, te sacaste los cortos y los botines, estrenaste los pantalones largos y agarraste la tablita, sos vos el que da las indicaciones, sos vos el que lleva la voz cantante, ni se te ocurría un par de meses atrás, pero la vida giró y te puso ahí. ¿Te gustó que te pusiera ahí? No importa, es tu momento y no sabes cuánto va a durar. Muchas veces vas a desear estar del otro lado, claro, era todo mucho más sencillo, ¿la responsabilidad? de otros, ¿las culpas? de otros,¿tus puteadas? ya conoces la respuesta. Pero claro, un día iba a pasar, soltar las amarras y largarse a defender lo que creíste posible, hacerse cargo y jugársela, perder todo y rearmarte. Sin querer te fuiste cavando tu propia fosa, esa que te permite asomar la cabeza y ver dónde van todos, lo bueno es que querías enterrarte, ¿no?.  Al menos eso nos hiciste creer, era tan complejo sobrevivir a un mundo donde todos eran iguales, donde todos eran zombies, donde todos…El problema no es ahora, el problema viene después, cómo vas a sobrellevar el momento en el que tu voz, ya no signifique nada para nadie, así como llega el momento, también se va. El agua siguió filtrando por los techos, penetró cada pequeño resquicio de material, avanzó, hasta que encontró por dónde salir, para finalmente mezclarse en ese proceso de humedades y pintura y así, llenar de hongos el techo de tu hogar.

Puerta de la Ciudadela

Como un viejo portal de dos mundos nos muestras tu edad, nos muestras tu sabiduría y más aun expones tu sufrimiento. Hoy día ya tus historias no son más que una leyenda, la gente las ha olvidado. La muralla que supo hacerte necesaria, estar viva, darte una utilidad como permitir a los viajeros y comerciantes pasar a través de ti, ha dejado de existir. Pero ya no eres ni siquiera lo que deberías, ya no eres ni puerta.

Divides todo aquello que existió y quiso soportar el paso del tiempo, de todo lo que desde este lado podemos vivir, sentir, compartir…ya ni siquiera podemos pasar por debajo de ti, unas macetas lo impiden por “peligro de derrumbe” y hasta parece una broma, del lado moderno un semáforo, del antiguo; una cebra…

Se torna increíble pensar que desde el lado moderno de la ciudad eres mucho mas nueva, mas firme, solo una construcción con el fin de sostenerte en pie para las generaciones que vienen, y para que seas un testigo cómplice que desde su altura se esfuerza para ver que es lo que sucede mas allá del monumento y el palacio Salvo. Pero la verdad se esconde en los pilares que una vez supieron sostenerte, en el caos en el que fueron organizadas tus piedras, en el dolor que resistieron en aquel entonces, solo con la finalidad de convertirte en plaza fuerte, con el objetivo de detener a los Portugueses.

Sin embargo hoy, eres emblema de la ciudad y no existe un solo turista que pase a tu lado, y no se detenga a tomar una fotografía, de la belleza y la antigüedad que representas. Son tantos los bloques que te componen, tantas piedras antes ordenadas, siento con solo detener mis sentidos en ti, de una forma casi increíble los intentos por derribarte en antiguas batallas.

¿Acaso habrás siempre soportado? ¿Podrán contar que fuiste derrotada? ¿En algún momento, nos habrás abandonado? Ni siquiera un historiador podría contarme la verdad sobre ti.

Nunca podrán saber toda la VERDAD